La hora de las brujas by Nicholas Bowling

La hora de las brujas by Nicholas Bowling

autor:Nicholas Bowling [Bowling, Nicholas]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 2017-09-01T00:00:00+00:00


El comedor de El Cisne se sumió en el silencio cuando Hopkins y Caxton entraron por la puerta. Eso siempre le agradaba. Se tomó un momento para saborear el aire y regodearse con el miedo de los parroquianos.

—Buenas tardes, caballeros —dijo la posadera levantándose resueltamente y con la cara roja de estar junto a la chimenea⁠—. ¿O es buenas noches? Ni lo uno ni lo otro, ¿a que no? ¿Puedo serviros algo de comer y beber?

Su voz traslucía una jovialidad falsa, forzada, que Hopkins despreció. Tampoco le estaba funcionando: todos los clientes seguían silenciosos, observando a Caxton, que rondaba la puerta como un fantasma, como si tuviera prohibido entrar en las casas de los vivos.

—Nada, gracias. Pero desearíamos hablar con uno de vuestros clientes. Un tal Solomon Harper.

La mujer arrugó el ceño y se rascó la cabeza, fingiendo peor que las otras personas interrogadas por Hopkins en el corral de Los Papagayos.

—Nunca he oído ese nombre, no lo creo.

—¿Estáis completamente segura? —dijo Hopkins en tono agradable⁠—. Puede que haya venido por aquí en compañía de una chica con la que nos gustaría mucho hablar.

La posadera se encogió de hombros.

—Por aquí no vienen muchas chicas tampoco. A menos que os refiráis a Martha. ¡Martha!

Su bramido fue suficiente para romper el hechizo lanzado sobre el comedor, aunque las conversaciones que reanudaron carecían de la relajación y el jolgorio habitual.

La chica salió de la cocina con expresión huraña, sus finos y oscuros cabellos pegados a su frente del sudor. Se enjugó la nariz con la manga.

—¿Qué? —dijo.

—No es ella —interrumpió Hopkins—. Estamos buscando a una tal Alyce Greenliefe. Pelo rojo muy corto. Cabeza afeitada. De cuando estuvo en Bedlam.

La posadera miró de reojo a la moza, cosa que no pasó desapercibida a Hopkins, y luego se movió inquieta, secándose las manos en el mandil.

—¿Bedlam? Bueno, estoy segura de que no conozco a la chica en cuestión. Hace semanas que no veo a Solomon, y si hubiera atendido a una lunática os aseguro que lo recordaría.

—Entiendo —dijo Hopkins, sin despegar los ojos de Martha⁠—. Pues es una lástima. Bueno, ya que hemos hecho el viaje en vano, supongo que no estaría de más tomarse una cerveza después de todo.

—Lo siento, señor. ¿La chica es pariente vuestra?

Hopkins sonrió.

—Pariente, no. Pero su madre y yo éramos amigos íntimos.

La posadera lo miró extrañada; al menos tres expresiones diferentes luchaban por controlar su rostro.

—Bueno —dijo por fin—, como decís, las cosas no pintarán tan mal después de una cerveza o dos. ¿Vuestro amigo también desearía tomar algo?

Hopkins se encogió de hombros.

—Posiblemente. No puede decir ni una cosa ni la otra. Creo que preferirá permanecer fuera.

—Muy bien. —La posadera sonrió sin convicción y volvió a la cocina. Martha la siguió farfullando algo.

Hopkins observó a los otros parroquianos, que daban tímidos y rígidos sorbos a sus bebidas y le lanzaban miradas desde los bordes de sus jarras. Sus ojos se desviaban tan pronto se encontraban con los de Hopkins. Él les sonrió y se enderezó los perlados botones del jubón.

Mientras



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